Rangún, los domingos y la comida china

Odio los domingos. Particularmente los domingos por la tarde. El sabor del espidifen, las siniestras películas de sobremesa y la comida china para cenar. Siempre la misma historia. El fin de semana se acaba y otro lunes está al acecho, lo cual te recuerda cuanto odias madrugar. Pero, de vez en cuando, la vida te regala algún domingo agradable. Algo sin aparente importancia es diferente. La noche anterior esquivaste los chupitos, en la tele sale Bill Murray o en el restaurante Lon Fon han cambiado el aceite por primera vez desde que el Deportivo ganó la Liga. Nunca se puede anticipar.

Rangún se parece a uno de esos domingos buenos. Es mejor de lo esperado y existen motivos para ello. Y eso que en los días previos a nuestra llegada habíamos leído muchas más opiniones desfavorables que alentadoras acerca de la antigua capital de Birmania (actualmente Myanmar, pero estaréis de acuerdo con nosotros en que suena mucho menos interesante), pero, nada más lejos de la realidad. Si la primera impresión fue positiva, tras cuatro días aquí no hemos hecho otra cosa sino que confirmar nuestras sospechas: nuestra percepción de lo que es interesante suele entrar en conflicto con la percepción establecida por el 95% de la raza humana. Rangún es ya una de nuestras ciudades favoritas de Asia.

monumento independencia yangon

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Aunque lo bueno se hizo esperar, y es que aterrizar aquí no fue nada sencillo. Lo hicimos quince horas después de dejar atrás Katmandú. Lo cierto es que pasar todo un día de avión en avión es como despertarse de la anestesia después de una operación. En ambos casos me siento incapaz de recordar la última vez que fui normal. Diría que incluso humano. Además, quizás alguien rencoroso ahí arriba (en el avión no, un poco más arriba) se asegura de que, por convenio, siempre esté sentado cerca de un niño que llora, de un adolescente con el volumen del móvil ajustado al máximo y de un señor que reclina su asiento hacia mí. Pensé en cómo tres personas en etapas tan distintas de su vida se habían confabulado para amenizar mi vuelo de tal modo. Ya sé lo que creéis, pero quince horas son demasiadas horas.

Por otra parte, si me preguntasen con que persona no me gustaría viajar bajo ninguna circunstancia, normalmente respondería Tom Hanks. A no ser que tengas un particular interés en ser secuestrado por piratas somalíes, morir en el espacio, amerizar en el río Hudson o acabar varado en una isla desierta hablando con una pelota, yo estudiaría otros caminos. Pero si me lo preguntasen ahora mismo, diría que el piloto de la flamante aerolínea Malindo Airlines, que era a la suavidad  para el pilotaje lo que una motosierra para el cepillado bucal. 

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pagoda shwedagon yangon

Pero vayamos a Rangún. Su atractivo espiritual, los vestigios de la época colonial, los negocios tradicionales y su atmósfera de ciudad anclada en el tiempo le dan un carácter especial que vale la pena explorar. Tengo debilidad por las ciudades decadentes, no lo puedo evitar. Ciudades con cierta nostalgia de sí mismas que, por muy bien que estén, han conocido tiempos mejores. Pierdo la cabeza por lugares como Lisboa, Venecia y ahora, Rangún.

Aunque todo el conjunto no resultaría tan atractivo si pasásemos por alto un detalle crucial: la gente birmana. Se nos han acabado ya los adjetivos, en serio. Supongo que la mayoría de nosotros – exceptuando al gremio de taxistas – tenemos algún compañero o amigo al que creéis que es imposible ver enfadado.  Alguien a quién parece que el viento siempre le sopla a favor, aunque no lo haga. Bien, pues esa es la impresión que tenemos constantemente con la gente de por aquí, ya sea la señora que te prepara un té, el monje que quiere practicar inglés o el taxista – ¡sí! – que te trae del aeropuerto. 

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Una de las cosas que más nos llamaron la atención fueron los mercados ambulantes. Una delicia, al menos, para los sentidos. Puedes pasear sin que te agobien -ni te timen- por ser turista, y se ven cosas tan dispares como la fruta del dragón, monedas antiguas, escarabajos fritos, marionetas, gongs de todos los tamaños, cocos verdes, escribanos redactando documentos a máquina, tabaco de mascar estimulante (ellos lo llaman Betel), refrescos de caña de azúcar o artesanía de teca. 

Pero la pagoda Schwedagon es, sin ninguna duda, la chica más popular del instituto, con sus más de 100 metros de altura, lo que posibilita que se deje ver desde casi cualquier punto de la ciudad. En ella se guarda (o eso dicen) un cabello del mismísimo Buda. Y es (o eso se cree) el templo budista más antiguo del mundo. Como toda doctrina que se precie, el budismo también requiere algo de imaginación por tu parte.

Y a pesar de que cuando se apagan las luces, Rangún no es una ciudad que inspire demasiada confianza, como las personas que son de más de un equipo de fútbol, nos encantó el ambiente de la 19th street, una especie de San Junípero birmano donde todos los días parecen viernes por la noche. Siempre hay gente celebrando algo, y está repleto de terrazas donde comer pescado a la parrilla y beber cerveza local a precios imbatibles. 

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En los mercados de Rangún uno nunca se aburre de situaciones como esta

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Muy cerca del espectacular edificio colonial del Hotel Strand se encuentra la estación de ferry, desde la cual puedes cruzar el río Yangón. Quisimos hacerlo en uno de los cargueros destartalados donde viaja la población local por 100 Kyats el trayecto, pero muy a nuestro pesar tuvimos que subir obligados al barco moderno para turistas, por una cantidad ligeramente superior: 4000 Kyats. En la otra orilla nos esperaba Dala, uno de esos sitios donde todo el mundo se conoce y se saluda por la calle, así que cuando un apuesto desconocido entra en una tienda a comprar productos de primera necesidad (cerveza y frutos secos), las señoras del lugar lo miran como si tuviese la peste bubónica. En mi pueblo, aunque ya estén aburridos de verte, sucede lo mismo cada vez que estás más de dos meses sin cortar el pelo, así que, todo O.K birmanos.

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En Dala, mucha gente vive de la pesca. En este pueblo flotante estaba el mercado principal
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Los niños -y los no tan niños- suelen llevar una llamativa pintura, Thanakha, que utilizan para protegerse del sol

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En definitiva, este lugar guardará siempre un grato recuerdo en nuestra memoria, aunque no es algo que nos guste decir en voz alta. Porque si algo se aprende en uno de esos domingos extrañamente agradables, es que conviene no creérselos demasiado. Tarde o temprano caerás en la cuenta de que el lunes es un mal inevitable que no debes olvidar. Y aunque Rangún sea una ciudad que se deja querer, sería apropiado tomar ciertas precauciones al contárselo a sus habitantes. Bajarían la guardia y en un suspiro, podría convertirse en otra ciudad cualquiera del sudeste asiático, con su tráfico de alto voltaje, sus miradas indiscretas y reverenciados templos. En la comida china de todos los domingos.

10 comentarios en “Rangún, los domingos y la comida china

  1. Bueno chicos nueva etapa . parece k genial , pues en vuestros escritos eso parece . genial , gracuas x compartirlo con todos nosotros

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    1. se me salto todo . deciros k sigáis disfrutando de ese maravilloso viaje !!!! un abrazo os queremos

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      1. Muchas gracias! Por aquí seguiremos 🙂 Un abrazo!

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  2. Me gustan las fotos,la niña con el sombrerito que guay el templo impresionante y vereis la sonrisa de esos chicos que dentadura perfecta bueno lo mas esos pollos con el pescuezo colgando,en fin lugares que lugares vosotros contar que esta que mola bsssss

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