Decía Gertrude Stein que cuando conoció a Hemingway, él y sus amigos en aquel París de la generación perdida siempre parecían tener 26 años, por mucho tiempo que pasara. Era, por lo visto, la edad adecuada para el momento y el lugar. Del mismo modo, el centro histórico de Florencia en Navidad parece instalado en el Renacimiento, uno de los períodos de mayor explosión creativa de la historia de la Humanidad.
Llegamos a la capital toscana vía Bolonia, en una de esas mañanas en las que se mezcla el frío intenso con un sol brillante, la combinación ideal de mis días favoritos del invierno. La estación de Santa María Novella nos resulta agradablemente familiar, y la ciudad resplandece en Navidad. Es muy temprano y hemos dormido regular, pero Italia es el país perfecto para el viajero cansado: el café nunca está a más de unos pasos de distancia.
Mientras que la mayoría lo consideramos una excusa para relajarnos y hablar, los italianos tratan el café como una droga que se puede disfrutar rápida pero frecuentemente. Es por eso que sentarse con un café en Florencia cuesta casi tres veces más que beberlo de pie.



Es la tercera vez que venimos y sin embargo parece que nunca hemos visto cosa igual. ¿Estamos sugestionados por el síndrome de Sthendal? ¿Se agudiza la sensibilidad hacia el arte en Florencia? ¿Es la mejor campaña publicitaria de todos los tiempos? Tal vez; el caso es que me moría por mi primer bocado de un panini de la Antica Porchetteria Granieri después de cinco años de haberlo perseguido en sueños. Las sensaciones de vértigo y alucinación que experimentó el novelista francés se producen en mi estómago, mientras damos cuenta de los paninis sentados delante del Duomo. Me quiero quedar a vivir en este momento.
El Duomo siempre es el centro de atención, en gran medida, gracias a Filippo Brunelleschi, un relojero y orfebre de mal carácter que no dudó en enfrentarse a los mejores arquitectos de la época. Su proyecto no solo proponía levantar la cúpula más grande jamás vista, sino que además, lo conseguiría con ladrillos y sin andamiaje alguno. Es evidente que sabía de lo que hablaba.
Los días de Navidad en Florencia, dado que esta ciudad tiene la mayor concentración de obras de arte grandiosas por metro cuadrado, están repletos de posibilidades. Aunque, si algo ha cambiado desde el Renacimiento, es que ha sido totalmente engullida por colas interminables en las que la gente siempre espera para entrar a algún lugar. La buena noticia es que hay joyas para ser vistas lejos del bullicio de los lugares más emblemáticos. Una pequeña plaza, un mirador, un palazzo renacentista, una vieja ostería… Siempre hay algo.


Cuando Italia se convirtió en el primer país occidental afectado por la pandemia, Florencia descubrió que una de sus peculiaridades arquitectónicas era perfecta para el distanciamiento social; otra lección -una más- de arquitectura renacentista italiana. Una mirada cercana a algunos de los edificios del centro revela ventanas diminutas en sus paredes. Antiguamente, a través de ellas las familias nobles proveían de vino a todos los ciudadanos.
Se encuentran en antiguos palacios en ciudades toscanas, pero en ningún otro lugar de Italia. Datan de mediados del siglo XVI, y fueron particularmente útiles durante la peste que asoló Florencia en 1630, ya que permitía la venta segura de vino y comida. Con el tiempo, la mayoría fueron erradicadas, pintadas, reconvertidas en timbres o recubiertas, y muchos florentinos desconocían su función original antes de la pandemia. Ahora, lo sabemos incluso los de fuera. Porque el confinamiento ya es historia, pero el bar de vinos Babae, por ejemplo, todavía usa su ventana para hacer negocios.


Supe que las cosas se iban a torcer pronto cuando nos sirvieron el mejor plato de spaguetti vongole que había probado nunca en la Ostería Antica Casa Torre. Que te sirvan vino como si fueses Da Vinci y dar con el vongole de tu vida en el mismo día era aspirar a demasiado. No se puede jugar a ser Dios. Algo delicado esperaba a la vuelta de la esquina. Y entonces fue cuando Valentina se despertó.
Con el paso de los días casi habíamos definido un modus operandi infalible. En cuanto Valentina daba síntomas de cansancio, un leve arqueo de cejas entre Ángela y yo era todo lo que necesitábamos para llevarme a la niña en el carrito a dar vueltas hasta que se dormía al compás de los adoquines. Hemos alcanzado un nivel de complicidad solo antes visto entre Jeff Bridges y John Goodman en ‘El Gran Lebowski’.



Cómo decía, tiene un despertar difícil. Es un camino lento que no finaliza abriendo los ojos y levantándose del carrito. Tras estudiar la situación, resolvimos que el método más sencillo para conseguir calmarla era ofriciéndole una taza de chocolate caliente. La idea de proporcionarle mucho azúcar a media tarde tenía sus aristas, pero los caminos de la desesperación son inexcrutables.
Entramos en una cafetería con vistas al Ponte Vecchio para apaciguar los ánimos. »Jugada maestra», pensamos. Aprovechando el momento de respiro, nos sentamos y pedimos dos cafés. Al ver la cuenta, nos quedamos con cara de tontos: seis euros por cada macchiato.
La vida sería mucho más fácil si no hiciésemos lo que sabemos que no hay que hacer, pero a veces no lo podemos evitar.