Lo que más me incomoda de los eclipses es tener que buscar mi indumentaria de sacerdote inca en el desván. Nunca me los tomo a la ligera. Aunque, cuando el fenómeno termina y veo que sigo sin tener superpoderes, me encierro en Galileo durante algunas semanas. Afortunadamente, es algo que ocurre cada mucho.
Tras dejar atrás Puno y cruzar la frontera peruana con destino Bolivia, llegamos al colorido pueblo de Copacabana, situado a orillas del Titicaca, el lago navegable más alto del mundo. Según la creencia andina, este lago dio a luz al sol, así como al padre y la madre de todos los Incas. Por tanto, muchas de las islas situadas en él son consideradas sagradas, especialmente la más grande de todas ellas, hogar del dios supremo Inca: la Isla del Sol.
Aquí, en la época en la que un twitter no era más que el sonido que hacían los canarios, se creía que los eclipses anunciaban desgracias e infortunio. La verdad es que no puedo evitar pensar que tenía mucho más sentido adorar a un Dios visible que a otro que, cortesía de los colonizadores españoles, deben tratar de imaginar. Pero que sé yo, a estas alturas, lo que es Dios y lo que no.


Llevamos tres días en Bolivia, pero ya nos ha quedado claro que aquí no se puede ir con prisas. Los europeos y los bolivianos tenemos un sentido del tiempo completamente distinto. Nosotros creemos que el tiempo es objetivo, uniforme y lineal, algo que podemos discernir o calcular. En Pontevedra, en Barcelona o en París, da igual, todos somos subordinados del reloj. Vivimos pendientes del despertador, de los plazos de entrega, de la apertura y cierre de puertas de un festival de música, del parquímetro, de la cocción de un paquete de macarrones. Hasta un mañaneo tiene límite. Nos movemos dentro de un mecanismo, férreo e inalterable, que debemos respetar: sin eso, descarrilamos.
Pero aquí, en Bolivia, el tiempo es algo subjetivo, flexible, desarraigado. Se manifiesta a través de los hechos, y, el que un hecho se produzca o no, depende exclusivamente de nuestra voluntad. Ponemos el ritmo, la cadencia y el compás. Sin nuestros actos, no hay música. El tiempo pasa a ser una propiedad privada. Tuve una profesora de Gallego que me dijo una vez: »Javier, ti eres como o Guadiana, apareces e desapareces cando che da a gana». No le faltaba razón, la verdad, aunque me habría gustado decirle que mi estilo era más bien como un Monet. A veces, necesito alejarme un poco para que los borrones tengan sentido. Lo significativo de todo aquello era que asistir a clase evidenciaba una realidad pasiva, bajo mi total y absoluto control. Comprender esto es esencial para comprender Bolivia.

Llegar desde el puerto hasta la parte alta de la isla nos costó algún sofoco, pero allí, según nos habían dicho, encontraríamos alojamiento barato. Lo que nos ocurrió una vez arriba no nos había pasado hasta ahora en ninguna otra parte del mundo. Normalmente, al llegar a cualquier lugar, nos ven con la mochila, con las gafas de sol o con cara de no tener familia cerca y, de inmediato, nos abordan ofreciéndonos todo tipo de hospedaje. Impera la ley de la oferta. Pero aquella parecía una isla desierta. Si estuviésemos en una película, probablemente por el camino sucedería algo que arrojase algo de luz a nuestro paso pero, esto no es una película, y caemos enseguida en la cuenta de que los habitantes de esta isla no tienen careta, están a la suya. Ninguno de ellos va a cambiar ni un ápice su rutina ni tampoco van a dejar lo que estén haciendo por atenderte. Si necesitas algo, has de dar tú el primer paso. Aquí, impera la ley de la demanda.
En los dos primeros hostales no había nadie que pudiese atendernos, así que seguimos buscando. En el tercero nos encontramos con un niño que dijo no tener ni la más remota idea de donde estaban sus padres. Albergábamos pocas esperanzas para el cuarto, dado su aspecto desde el exterior. Por dentro, resultó ser lo que prometía: un after para cucarachas voladoras. El quinto, no aceptaba huéspedes sin reserva previa. El sexto era perfecto salvo por una cosa: el precio. La séptima puerta que tocamos fue la de una casa de piedra muy humilde, fría y llena de polvo, pero con vistas al lago, agua caliente y wifi. No necesitábamos más. Nos quedamos.


La familia con la que estuvimos cuatro días fue, con mucho, la más huraña y retraída con la cual hemos topado en todos estos meses de viaje. Pretender hablar con alguien en aquella casa era como pretender hablar con Sócrates en griego. Al único que conseguimos sacarle más de dos palabras fue al padre de familia. Detecté en él un dramático intento fallido de dejarse perilla, aunque pospuse mi juicio final hasta convencerle de que necesitábamos alguna manta más para poder dormir. Se dedicaba, como la mayoría de sus vecinos, a la pesca, principalmente de trucha. Su mujer y su hija ocupaban su tiempo con la agricultura, cultivando patatas, trigo y maíz. Y los niños de la casa o bien hacían los deberes o bien veían la tele. Todos los días el mismo patrón, sin excepción. Pensé que, en cierto modo, las costumbres familiares se parecen a esas flores del desierto increíblemente resistentes, capaces de florecer en los lugares más inhóspitos.
Hasta hoy, cada uno de los lugareños que nos hemos ido encontrando a lo largo de todo este viaje tenían, como nosotros, dos caras. Una, emocional. Le incomoda el frío, se preocupa por el bienestar de los suyos, le encanta el queso y es seguidor de algún deporte. La otra, innata, que viene dada por la raza, la religión, el entorno o el contexto cultural. Dos caras que coexisten indistintamente de cualquier turista. Hemos de tener presente esta dualidad ya que, el cómo uno afronte los múltiples encuentros que se van sucediendo aleatoriamente en un país extranjero, marcará en gran medida el viaje, os lo aseguro. Por nuestra experiencia, siempre acabas conociendo, en parte, la cara emocional de aquellas personas con las cuales convives, su lado reluciente. En La India puede llevarte tres horas y en China tres días, pero se consigue. Aquí, no lo logramos. Pasamos cuatro días completos bajo un continuo eclipse de sol.
Las vistas maravillosas. ahora bien, no hablar mucho . seguro k no tenian tele igual les resultavais estraños . bufno seguir disfutando de tanta belleza natural , bsssd
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