¿Por qué nos gusta viajar? Buena pregunta. ¿Habéis oído hablar de Mack Robinson? No, probablemente no. Robinson pulverizó en 1936 el récord mundial de los 200 metros en los Juegos Olímpicos de Berlín, ante la atenta mirada de Hitler. ¿Entonces? ¿por qué no has oído hablar de él? Pues porque otro afroamericano, Jesee Owens, completó aquella carrera 0’4 décimas de segundo más rápido.
Owens se convirtió en una leyenda. Robinson fue ninguneado y trabajó barriendo las calles de su Pasadena natal la mayor parte de su vida. Maldita sea, Mack Robinson. Uno ni tan siquiera puede escribir 0.4 segundos en 0.4 segundos, pero así de fina puede ser la línea que separa la gloria del fracaso.




Hace poco más de un año, en un maravilloso viaje a Portugal, di por casualidad con el libro África Acima, del periodista Gonçalo Cadilhe. En él, relataba cómo había cruzado el continente negro desde el extremo sur, en Ciudad del Cabo, hasta el extremo norte, en Gibraltar, sin tener que recurrir al transporte aéreo. En una de las fotografías, al autor se le veían algunos rasguños, y saltaba a la vista que había perdido varios kilos, pero su semblante era de pura satisfacción.
El viaje de Gonçalo quedaba muy lejos de los demás trotamundos que ya habían completado esa misma aventura antes que él, pero estaba al menos 0.4 segundos por delante de todos los que habían pensado en hacerlo y que nunca dieron el último paso. La valentía es una cualidad común para cualquier persona en este planeta que alguna vez haya sentido la necesidad de elegir el camino que le conduzca a la felicidad. Pero ese adjetivo se queda muy corto para describir la gran verdad que revela su libro: nuestra capacidad o incapacidad de tomar decisiones.
Esas grandes decisiones que determinan los caminos que recorremos y que nos llevan a dónde queremos o no queremos estar. Mientras lees estas palabras, probablemente alguien más está haciendo algo que deberías estar haciendo ahora, algo que quizá para ti podría ser importante en un futuro. Ya sea cambiando de trabajo, aprendiendo a tocar un instrumento o tal vez deslizando el dedo por Tinder, la vida está tan llena de oportunidades perdidas que es obvio que nadie (excepto, quizá, Leonardo Di Caprio) está viviendo cerca de su mejor vida posible.




La felicidad es muy difícil de alcanzar, es una ilusión, tan sólo un instante, un premio que llega sin cita previa y se escurre entre las manos, una sensación reservada tan sólo a los elegidos; a los Di Caprio y cía, claro, pero también a aquellos capaces de ser fieles a sí mismos, a sus deseos y a sus sueños. A los sinceros, pero sobre todo, a los valientes.
Estoy ya en el ecuador de la treintena, y tengo pocas certezas en la vida; como tal, me gusta cuestionar todo lo que parece seguro y adquirido con los años. Por eso viajo: porque me da perspectiva. Para entender. Para saber, para conocer. También para sobrevivir, porque no todo el mundo sabe bailar un vals, ni jugar bien al ajedrez. Para vivir otras vidas y revivir las propias. Porque quizá la distancia sea la que, de algún modo, conduce a la felicidad. O tal vez lleve al manicomio, quién sabe.
La única manera de descubrirlo es arrastrarme fuera del sofá y hacer las maletas. Los sofás son para los Mack Robinson de este mundo; los que creen que 0.4 décimas de segundo es muy poco tiempo, pero ignoran el hecho de que en la vida el telón se abre y se cierra tan rápido que, para cuando quieran darse cuenta, no habrán tenido tiempo de coger el chiste.
Bonitas reflexiones, creo que los que amamos viajar, no vemos la hora de que nos vacunen para salir corriendo a ver el mundo.
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Gracias! Cuando nos dejen salir esto va a parecer una estampida de ñus 🙂
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