Miedo y pancakes en Koh Rong Samloem

A partir de un instante, y con el paso del tiempo, tratamos de tirar del hilo y reconstruir algunas situaciones. A veces pasan meses, a veces años. Y en ocasiones solo una noche que se te fue de las manos. Sea como fuere, nunca nos acordamos de todo. De esa deficiencia nace la belleza de la memoria. Antes, al viajar, las personas tenían que restringirse de alguna forma. Hoy, nuestros viajes se saldan con una hemorragia de fotos, dando la impresión de que hemos eliminado del cerebro la función de recordar: tenemos gigas de sobra en el disco duro y espacio ilimitado en las redes. Las fotos se utilizan para jerarquizar lugares y momentos. Da igual que estemos en Barcelona, Nueva York o en una isla como Koh Rong Samloem

Al final, en tu casa, caes en la cuenta de que prácticamente ninguna de ellas tiene nada de particular, porque la mayoría forma parte de una cadena de fotos casi idénticas. Acabarán pasando desapercibidas en un inmenso almacén digital, del mismo modo que terminaba el Arca de la Alianza en la primera película de Indiana Jones. Pero siempre hay excepciones. Fotos que, por diversos motivos, sí tienen un significado especial. 

Una de nuestras costumbres viajeras favoritas es la de acabar los últimos días de recreo en la playa. Tras algunas jornadas un tanto frenéticas, nada mejor que comer buen pescado, descansar y leer mientras se nos sube el vino a la cabeza. Así, llegamos hace unos años a la isla de Koh Kong Samloem, en Camboya. No había carreteras ni electricidad fuera de los bungalows, pero su belleza natural compensaba con creces la falta de comodidades. También abundaban las historias sobre bichos y cucarachas, y realmente esperaba poder identificar una gama completa de insectos camboyanos para cuando nos fuéramos.

Llegamos a la isla a media tarde. Después de dejar el equipaje, caminamos un buen rato por la playa, hasta dar con el que parecía ser el único bar en toda la isla de Koh Rong Samloem, una pequeña cabaña de madera con cuatro mesitas fuera. Tenemos un atardecer de libro mientras damos cuenta de unas cervezas frías. Estamos pletóricos. Somos Vincent Vega y Mia Wallace bailando en el Jack Rabbit Slim’s. Somos los Lakers del showtime; Freddy Mercury en el Live Aid. Pero en cuestión de segundos el cielo se cubre por completo, hasta que empieza a diluviar, como si el mundo si fuera a quedar sin agua. Nos metemos en la cabaña junto con otro par de turistas, hasta que se hace noche cerrada. Y empieza la tormenta. Ahora somos muelas del juicio. Somos espartanos en las Termópilas; la bolsa de Nueva York en 1929.

Ángela y yo nos miramos. »Si echamos a correr, en un santiamén estamos de vuelta», pienso. El bar es un aguacero, y la lona de plástico que cubría la ventana vuela por los aires. »Ahora», nos dijimos. Entonces todo empieza a ir bastante mal. Fatal. En cuanto llevamos unos segundos corriendo nos damos cuenta de que nos movemos a oscuras. No se ve nada, ni a medio metro. Absolutamente nada. Las olas del mar golpean con fuerza por un lado, y por el otro, bajan riachuelos arrastrando maleza por el vendaval. Avanzando por la orilla, los pies se nos entierran hasta la tibia. Estoy aterrado, pero intento mostrar una tranquilidad que no tengo. »No pasa nada, solo es agua», balbuceo un par de veces. Trago saliva, y guardo para mí el mismo entusiasmo que tiene un surfista cuando un tiburón asoma por su tabla.

Buscar un bungalow a oscuras en mitad de una tormenta en Koh Rong Samloem es tan placentero como quedarte encerrado en un ascensor con Hannibal Lecter. Pasa el tiempo. No hay manera. Aprovechamos la luz de los relámpagos para avanzar. Cuando estoy a punto de escribir en la arena mis últimas palabras, »UN MÓVIL CON LINTERNA HABRÍA ESTADO BIEN», distinguimos unas luces a lo lejos: los bungalows. Salvados. No sé cuanto tiempo pasamos corriendo bajo aquel diluvio. Pudieron ser diez minutos. Pudieron ser veinte. El caso es que nos parecieron días. Cuando entramos en la habitación casi me pongo a bendecir las paredes. Esa noche, dormimos a pierna suelta.

Al amanecer, salí a estirar las piernas por la playa. Lo que vi al levantarme, un mar de color celeste intenso, el sol brillando con fuerza y el olor a pancakes recién hechos, fue tan estimulante que nunca lo olvidaré. Salimos de Mordor y entramos flotando en Woodstock. Entonces, hice la foto.

Koh Rong Samloem
Saracen Bay Beach, Koh Rong Samloem

Y ahora, cuando la arena se me mete en los ojos, cuando no veo el sol en una temporada, cuando estoy en esos días en los que parece que la marea sube demasiado deprisa, miro esa foto y siempre pienso que al final, todo acaba pasando.

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