Hace unos días salió en los medios la noticia de que el Primavera Sound posponía su regreso para el 2022. Me he perdido solo una edición del festival en los últimos diez años, y sin embargo, no recuerdo el último concierto al que fui. Ahora puede que no me vea en otra hasta pasados unos años. A veces tengo la sensación de que 2019 será nuestra fantasía sexual favorita por una temporada. Porque a veces uno solo quiere escapar. Del mundo, del ruido o del calor del trópico. Pero escapar, al fin y al cabo, como cuando fuimos de trekking por las Cameron Highlands de Malasia, huyendo de Kuala Lumpur.
La gracia de las últimas veces es no saber que lo son. Vivimos con el piloto automático puesto, y nunca somos conscientes de ello, hasta que pasa el tiempo y caemos en la cuenta de que, simplemente, se ha terminado. No habrá más partidos de fútbol en el patio del colegio, ni más noches de San Xoán en la playa de Campelo, ni más tarta de manzana como la que hacía tu abuela. Habrá otras cosas, pero esas ya no. El periodista Javier Aznar dice que ve la vida »como una sucesión de momentos de inadvertida y efímera felicidad, que de la noche a la mañana, desaparecen». Estoy de acuerdo.


Cuando uno se enfrenta a un autobús malayo en un día lluvioso sabe que no corre el peligro de ser sorprendido por el síndrome de Stendhal. El camino desde Kuala Lumpur a las Cameron Highlands es memorable, ya que la vieja ruta 59 es estrecha y tortuosa. Las colinas deben su nombre a un tal William Cameron, quien intuyó que estas montañas a unos 1.500 metros sobre el nivel del mar eran idóneas para el cultivo del té, y los británicos no tardaron en descubrir que eran perfectas como residencias de verano.
Saliendo por carretera desde Kuala Lumpur, la vegetación pronto se volvió densa y de un verde cegador. Al otro lado de las gargantas se veían inmensas franjas de selva, con árboles tan apiñados que parecía imposible dibujar el ancho de una uña entre ellos. Antes de comenzar el trekking por las Cameron Highlands, distinguimos en el trayecto algunas casas de bambú sobre pilotes, hogar de los Orang Asli, tribus aborígenes que han habitado esta zona durante miles de años. Lavaban ropa en los arroyos, o simplemente pasaban al borde de la carretera, mirándonos sin pestañear desde un mundo totalmente ajeno.


La plantación de té Boh en las Cameron Highlands es la más grande de Malasia, la marca estándar en cualquier hogar malayo que se precie. Un recolector puede recoger hasta 200 kilos de té en un turno, lo que les proporciona un salario diario de poco más de 10 euros. Los británicos solían ver a los malayos desempeñar este trabajo agotador. Hoy, son los migrantes birmanos o nepalís quienes lo realizan.
Las Cameron Highlands son un habitual en cualquier guía de viaje a Malasia, pero están a punto de convertirse en un nuevo ejemplo de desarrollo excesivo. Hay muchas atracciones turísticas de dudoso gusto. Los bosques están siendo talados en la carrera por construir grandes hoteles, con consecuencias fatales para el entorno y su biodiversidad. Al final, en muchas partes del mundo, me temo, nos quedaremos con esa sensación de »tú antes molabas», como nos pasa ahora con Franz Ferdinand o las pulseras amarillas de Lance Armstrong.


La última hora del viaje es una burbuja de curvas cerradas (las guías hablan de unas 650) que te revuelven el estómago a medida que avanzas por las montañas. Porque al viajar se produce una realidad perversa. Cuanto más difícil es llegar a algún lugar, más feliz te hará encontrarlo, pero si no nos gusta, mayor será el desencanto. Esas son las reglas del juego, y hay que aceptarlas.
Por eso lo hacemos, aunque sepas que lo vas a pasar mal. Porque la recompensa puede ser inmensa. Porque no tenemos remedio. Y porque nunca sabemos cuando será la última vez.