Todas las casas, por pequeñas que sean, guardan objetos inútiles. Nos negamos a deshacernos de ellos esperando que un día revivan y vuelvan a servir para algún cometido. Porque existen personas capaces de no detenerse hasta encontrar futuro a cosas que solo acumulan nostalgia y polvo. Continuamente cambian de manos muebles, discos o relojes como cambiaban los juguetes en Toy Story. Esto me hace pensar en cuánto duran las cosas. Me refiero a cuánto más pueden durar una vez enfilan cierta decadencia y envejecen, y casi no sirven, o empiezan a romperse u oxidarse, o a perder utilidad, brillo o eficacia.
Es difícil desprenderse de un objeto al que le tenemos aprecio. Hacer acopio de cosas que están ancladas en recuerdos no siempre sigue una lógica evidente. Otras veces sí tiene sentido, como se explica en la escena de Pulp Fiction con Christopher Walken entregándole lo que queda de un reloj a un niño que luego será Butch. Ese reloj era un trasto del todo inútil, pero remarcaba la importancia del legado familiar, de la descendencia.
En casa tenemos un cuchillo de cerámica comprado en una tienda de barrio al que le tenemos mucho aprecio. A veces creo que nos lo fabricó Hattori Hanzo en un viaje a Okinawa que nunca hicimos. Cuando lo adquirimos, venía acomodado en una cajita envuelta en una nube de hashtags, que más que un utensilio de cocina parecía contener un mensaje encriptado crucial para el devenir de la humanidad. El caso es que la hoja sigue tan bien afilada como el primer día, y de un golpe certero puede cortar una naranja, un rodaballo o cualquier edición de El Quijote. Cuando inviertes tan bien tu dinero, por la noche se descansa mejor.
Sin embargo, esto casi nunca sucede. Porque ahora todo está hecho para durar lo justo. Todo se queda obsoleto enseguida. Y todos sabemos que casi siempre compensa comprar de nuevo que reparar. Para mí es algo extensible a las ciudades que visito. Siento que se las exprime hasta la última gota, y cuando vemos que ya no dan más de sí, nos alejamos para no volver nunca. Generalmente, el desgaste viene acompañado de una afluencia masiva de visitantes. Por eso me temía que Girona, en el mapa tras desfilar por las pantallas de medio mundo gracias a la HBO, fuese a terminar así. De momento, por las circunstancias que sean, no es el caso.
No serás el primero en conocer la ciudad, con su rico patrimonio cultural y culinario. Desde el río Onyar, las laberínticas calles del casco antiguo se retuercen en una mezcla de estilos arquitectónicos, dominada por una de las catedrales más bonitas que verás en tu vida. Para los amantes de la listas, también alberga uno de los mejores restaurantes del mundo, el Celler de Can Roca, y sólo por eso la ciudad ya debería estar marcada con luces de neón en el mapa.
Pero a mí me gusta Girona porque las fachadas de colores siempre me recuerdan a Italia. Me gusta Girona porque me encanta la sensación de cruzar un puente caminando. Me gusta Girona porque siendo tan pequeña siempre esconde algo que no he visto antes; porque me trae buenos recuerdos. Me gusta Girona porque me gustan los lugares que dibujan una sonrisa que, como los trastos inútiles, no se oxida fácilmente.
Perdiendo el Norte 
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