En el considerado como el mejor restaurante del mundo, la Osteria Francescana, el sous-chef Taka Kondo dejó caer accidentalmente sobre la encimera una tarta de limón justo antes de servirla. No había más raciones y los comensales esperaban impacientes su postre. Entonces, el chef Massimo Bottura hizo algo sorprendente. Al ver las formas y texturas de aquel desastre, recogió con sumo cuidado los trozos caídos y los puso en un plato. »¡Es precioso!», exclamó. Acababa de nacer ‘Oops, I dropped the lemon tart’. Siempre que lo veo, Angkor Wat viene a mi memoria.
Siem Reap es esa clase de lugar donde uno sabe que no corre el peligro de ser golpeado por el síndrome de Stendhal. Pero muy cerca de allí, las cosas son bien distintas. Aunque en el Angkor del siglo XXI, casi tan extraordinario como su vertiginosa belleza, que conserva el poder de dejarte sin palabras doce siglos después de que comenzara su construcción, son las mareas de turistas que lo visitan a diario. Quien nos diría que, debido a un error de cálculo, pudimos disfrutarlo casi como lo habríamos hecho hace tres décadas.


Llegamos a nuestro hotel poco después del amanecer, tras un largo viaje desde Phnom Penh, con la idea de desayunar algo rápido e irnos directos hacia los templos de Angkor. Pero el sueño pudo con nosotros, y cuando salimos del trance era casi mediodía. Para nuestra sorpresa, el conductor de tuk tuk que nos había traído desde la estación seguía allí, en la recepción del hotel, esperando a que en algún momento decidiésemos salir para ver las legendarias ruinas. ¿Cómo negarnos? Durante los próximos tres días sería nuestro guía particular.
Nuestro temor a que Angkor Wat hubiera sido restaurado de su estado salvaje a algo accesible al gran público resultó infundado. En muchos de los templos, incluido el principal, la jungla está muy presente, en parte porque intentar eliminar la vegetación invasora sería arriesgarse a dañar las estructuras. Esto explica que incluso los templos más famosos parezcan todavía genuinamente indómitos.
Teníamos un guía entusiasta, un señor entrañable que hablaba inglés con facilidad y estaba orgulloso de haber pasado un examen de historia y arqueología local. Sin embargo, pronto comenzamos a ahogarnos en el tsunami de conocimiento enciclopédico que nos llovió. En algún momento, la voz que anunciaba cuántos metros cuadrados tenía tal o cual estructura dejó de ser tan significativa como el silencio de los templos con la luz del sol y las sombras jugando en sus piedras desgastadas.


Pero viajar con Sury (como se llamaba a sí mismo nuestro guía), tenía sus ventajas. Sabía desde qué ángulo acercarse a un templo para elevar el efecto del descubrimiento. Era sumamente gracioso. La idea que tenía de nosotros, ciudadanos corrientes del mundo occidental, tenía que ser tan abstracta, que nos señalaba enérgicamente las vacas o los campos de arroz, como si fuese la primera vez que veíamos algo así. Y lo más importante, tenía un bigote envidiable, muy fino, casi daliniano. Lo creáis o no, la gente con bigote me inspira mucha confianza.
Cuando llegamos al templo principal, estaba prácticamente desierto. Caminamos por aquellas ruinas durante un buen rato, recreándonos en cada detalle, como si tuviéramos la más mínima idea en arte jemer. Y así, en los templos siguientes, hasta que nos dio la hora de cierre. Cuando regresábamos, íbamos mirando embobados el entorno cuando de repente vimos un elefante enorme avanzando a escasos tres metros de nosotros, con paso sereno. Cuando el tuk tuk se apartó suavemente para coger una curva, a nuestra derecha aparecieron, como si fuese un travelling cinematográfico, los enigmáticos rostros del templo de Bayon. Casi se podían escuchar los tambores de ‘Jumanji’.
Quedan muchos misterios y florecen las especulaciones en torno a los reyes jemeres y las personas que construyeron los monumentos de Angkor. Su historia se ha reconstruido en gran medida en torno a inscripciones antiguas encontradas en Indochina, donde otros imperios del sudeste asiático chocaron con los ejércitos locales. El nombre en sí se ha aplicado a una civilización que no dejó registros escritos, ya que desaparecieron a lo largo de los siglos junto con todas las construcciones de la vida cotidiana.


Al día siguiente, emocionados por repetir cuanto antes la experiencia Angkor, nos pusimos en marcha mucho más temprano. Y entonces la realidad nos atropelló estrepitosamente: colas, aglomeraciones en los templos, turnos para sacarse fotos, segways rompiendo el encanto, etc. Casi me tienen que hacer la maniobra de Heimlich. Todo había cambiado muy deprisa, del mismo modo en que pasaban las cuatro estaciones en aquella escena de Hugh Grant caminando por Notting Hill.
Finalmente, lo comprendimos. Entrar el día antes en Angkor con unas horas de retraso hizo que fuésemos a remolque, porque todos los tour operadores, guías turísticos o tuk tuks particulares, incluido el nuestro, hacían el recorrido de la misma forma, a fin de maximizar el tiempo; así que, cuando el grueso de la gente ya se había ido, llegábamos nosotros. Jugábamos con red y no lo sabíamos.
Aquel día en la Osteria Francescana, después de servirse por primera vez, ‘Opps, I dropped the lemon tart’ se convirtió en uno de los platos icónicos del restaurante de Bottura y en un postre reconocido e imitado en todo el mundo.
A veces, los errores tienen un sabor realmente dulce.