«Solíamos beber en público y orar en privado; ahora bebemos en privado y oramos en público». La confesión de Kianoush, en perfecto español, dentro de una típica casa de té, no nos sorprende demasiado tras dos semanas viajando por Irán. Después de pasar casi 20 años de su vida en Vigo, regresa en busca de oportunidades a la ciudad de las mil y una noches: Isfahán.
En su momento álgido, Isfahán contó con algunos de los parques, bibliotecas, escuelas, palacios y mezquitas más impresionantes del planeta. Hoy sigue siendo asombrosa, aunque la ciudad en sí está más en esos rincones que aparentemente no dicen nada, en las personas y en algunas situaciones curiosas, como el encuentro con Kianoush. Conversaciones de este tipo ocurren miles de veces en Occidente y siempre resultan un tanto protocolarias, casi falsas. Pero no en Irán. Si la situación política fuese diferente, estoy convencido de que esta sería una ciudad que rivalizaría en popularidad con Estambul o Marrakech.

Y, aunque ya tengo la suficiente edad para haberme enterado de que viajar es otra cosa que no solo monumentos representativos, la PLAZA del Imán merece toda la fama que se le otorga. Junto a las grandes mezquitas de Samarcanda y Bukhara, la plaza central de Isfahán tiene la colección de arte más grande del mundo islámico. Al igual que esas ciudades de Asia Central, ocupó una posición clave en la ruta de la seda, y aunque ha sufrido muchos cambios a lo largo de su historia, la mayoría de sus edificaciones siguen siendo parecidas a como eran en el siglo XVI, lo que le da una atmósfera realmente especial.
Debajo de las altísimas cúpulas de las mezquitas, la acústica amplifica el más mínimo de los suspiros, y pocos se acercan a nosotros. Pero una vez fuera, en una calle ruidosa detrás de la plaza, un grupo de estudiantes universitarios nos aborda, curiosos como siempre por escuchar nuestras impresiones acerca de Irán. «Es muy bonito, de verdad», alego. Sacuden la cabeza y enumeran sus quejas, especialmente las chicas. «Si pudieseis cambiar una cosa en Irán, ¿cuál sería?» La respuesta es inmediata: «¡Nuestro presidente!».



Me parece que el destino de todos los guitarristas del mundo, incluidos los profesionales, no es componer canciones sempiternas ni hacer levitar un estadio; es cazar al vuelo algo que ya es excepcional y encontrar de repente la manera de elevarlo. Por eso resulta tan emotiva, por ejemplo, la actuación de Johnny Cash en ‘Folsom Prison Blues’, porque consigue algo esencial: encajar.
La compuso en 1955 pero, interpretada en directo en la cárcel, consigue traspasar la barrera del observador para sumergirlo en lo que hasta ese momento tan solo contemplaba. La plaza de Isfahán tuvo ese mismo efecto en nosotros. Estábamos disfrutando de un viaje muy alejado de los convencionalismos habituales, y descubriendo una cultura, la persa, con mucho por mostrar. Tras un breve paso por Teherán, las ruinas de Persépolis o Yazd, la legendaria ciudad del desierto, Isfahán llevó nuestro periplo a cotas aún más altas.

Eso solo está alcance de los más grandes. Porque es un privilegio de los músicos excelsos, como de los lugares extraordinarios, que los demás vemos con asombro, pero sobre todo, con envidia; cuanto nos gustaría alguna vez formar parte del espectáculo y dejar de ser vulgares espectadores. Olvidar nuestras limitaciones, aunque sólo fuese por un momento.
Y poder recordar toda la vida –como un milagro imperceptible, como algo que simplemente vino- el instante en que entras en una prisión federal, o en una ciudad histórica, y encuentras lo que ni siquiera sabías que estabas buscando.