A veces tengo la impresión de que las cosas cambian más rápido de lo que puedo procesar. Ocurre con las estrellas del pop actual y también durante un viaje. No estoy hablando de cambios estructurales: los aviones continúan volando a la misma altura y sigue estando prohibido que un guardia fronterizo sonría. Me refiero más bien al modo en el que la gente viaja; Ya no podemos entender un mapa sin la ayuda de Google. El verbo desconectar está hoy en día tan ligado a unas vacaciones como lo está el cianuro a las fiestas de cumpleaños. Y por alguna razón que se me escapa, existe una inquietud alarmante por fotografiar todo lo que comemos.
Motivos más que suficientes para hacerme pensar que el viejo gruñón que llevo dentro podría tener razón, que la tecnología se lo ha cargado todo y que los que disfrutamos viajando por los confines del mundo deberíamos aprovechar antes de que los confines del mundo sean relevados por avatares.

Pensaba en esto mientras decidíamos en qué isla de Tailandia estaríamos las siguientes dos semanas. Hace treinta años, habríamos puesto un mapa encima de la mesa y elegido una al azar. Hubiésemos acertado con cualquiera. Pero, ahora mismo, Tailandia es el Charlie Sheen del sudeste asiático: la fiesta se le fue de las manos. El número de turistas aumenta considerablemente año tras año, y la sensación es que todo vale para que siga siendo así. Y todo, a costa de poner en jaque su patrimonio natural. Al final, todo suele reducirse a cuanta más gente, más dinero, y por tanto, mejor. Para ellos, igual que para la gran mayoría, el progreso consiste precisamente en esto.
Al final nos decidimos por una isla algo alejada de las apuestas habituales. Contrariamente a lo que suele pasar cuando planificamos en demasía cualquier cosa, resultó ser todo un acierto. Desconozco en que momento alguien dijo por primera vez que el paraíso debería ser, en esencia, una playa de arena blanca bañada por aguas cristalinas y acorralada por un ejército de palmeras. Para mi, de existir uno, tendría forma de nevera de abuela. Pero, de acuerdo con la tendencia general, Koh Kood se aproxima bastante a esa fantasía.
Para llegar hasta aquí cruzamos todo Bangkok desde Sukhumvit hasta la estación de Mochit. Allí esperaba el autobús que nos conduciría hasta Trat, en el límite fronterizo con Camboya. Desde ahí nos dirigimos al puerto desde el cual zarpaba el ferry que desembarcaría en la isla de Koh Kood. En total nueve horas de trayecto y casi 400 km recorridos por menos de 15 dólares cada uno. Como veis, hay paraísos abiertos a todos los presupuestos.
Una vez allí, caemos enseguida en la cuenta de que es indispensable alquilar una moto. Con ella puedes llegar a las playas más lejanas, adentrarte en la jungla por tu cuenta e ir a cenar donde te plazca. De otro modo, tendrás que hacer vida donde te alojes, ya que no hay otro medio de transporte alternativo más que tus piernas. Por no haber, no hay ni 7eleven. Y tratándose de Tailandia, esto equivaldría a decir que en La Rioja no hay ninguna bodega de vino.
Y aunque moverte por aquí es muy fácil -tan solo hay una carretera principal- has de ser prudente con las botellas de gasolina que compras en las tiendas. Son menos fiables que esas personas que están bronceadas todos los meses del año. La primera vez nos cogieron desprevenidos. Habíamos repostado dos litros y la aguja del contador prácticamente no se había movido del sitio, pero nos dimos cuenta demasiado tarde. Cuando volvimos a por una explicación, observamos enseguida que la señora de la tienda le tenía un miedo terrible a) a la higiene y b) a las oraciones compuestas. Nos quedamos como estábamos, igual que cuando un piloto le echa la culpa de todo al tráfico aéreo. A lo mejor en su casa le funciona, pero tú nunca sabrás la verdad.



Transcurridos tres días, la realidad irrumpió abruptamente en nuestro espejismo. Algún tipo de contaminación estaba afectando a la playa en la que descansábamos. Un barco había tenido problemas y vertió parte de sus residuos en el mar. Llamadme excéntrico, pero una de las funciones principales de las autoridades costeras es evitar este tipo de situaciones. De hecho, debería ser la prioridad número uno. Un momento… ¿Autoridades costeras? ¿en Tailandia? No las tengo todas conmigo. En fin…
Lo significativo del asunto fue que cuando salí del agua tenía parte del pie derecho irritado y escocía horrores. Por fortuna la picadura de medusa -o eso quiero creer- tuvo un final feliz: no tuvimos que ir a la consulta de un médico que no habla nuestro idioma ni aplicar un tratamiento especial de lluvia dorada. Al día siguiente, el enrojecimiento desapareció.
Durante el tiempo que pasamos en la isla de Koh Kood descubrimos una jungla interior prácticamente intacta, en la cual puedes ver árboles de varios cientos de años, hacer kayak a través de manglares o bañarte en alguna bonita cascada. En cuanto a las playas, no sabríamos por cual decidirnos. Es como si tuvieses que elegir un solo disco de Bowie. Depende de cómo te levantes, depende de la hora que sea o depende para qué. Pero, a día de hoy, elegiríamos Ao Noi.

Aunque llegados hasta aquí, y a pesar de nuestro reciente descubrimiento, creo que el éxito de éste no es suficiente como para poder tumbar mi argumento inicial ya que, en cierto modo, islas como Phuket, Koh Pha Ngan o Koh Phi Phi representan la vanguardia de ese progreso del que hablaba, es decir, playas llenas de gente, happy hour, ambiente completamente artificial o numerosas tiendas de souvenirs, pero al menos, sí que representa un rayo de esperanza.
Koh Kood va a lo suyo. Este lugar es una vistosa mezcla de playas idílicas semidesiertas, enormes palmeras, un fondo marino de dibujos animados, una jungla que esconde varios tesoros naturales y auténticos pueblos de pescadores, algo que ya no se lleva en la mayoría de islas. Y ahí está, reavivando una ilusión parecida a la que tenía cuando, con doce años, fui a una isla por primera vez, la isla de Ons, nuestro particular Caribe.
Además me ha dado una razón para pensar que tal vez podamos de alguna manera evitar ese futuro aséptico hacia el cual parece dirigirse el turismo global, que navega como un transatlántico descontrolado dispuesto a pasar por encima de nuestros humildes barcos de remos.
De modo que podemos elegir si canalizamos nuestro interés hacia las apps que te dicen cuántas calorías tiene tu batido, a publicar en Facebook la hora a la que suena tu despertador o a agobiarte por el devenir de los conflictos con la señal wifi. O si simplemente nos relajamos y disfrutamos del momento. Porque siempre nos queda la opción de tomar un helado de chocolate, dormir la siesta bajo una palmera o jugar a saltar las olas beligerantemente.
Y admitir que el progreso no siempre es progreso y que en ocasiones, la continuidad es la mejor fórmula. Especialmente si hace que vuelvas a sentirte como si tuvieras de nuevo doce años.
Un relato que tiene todo lo que me gusta , queso, Bowie y Ons .
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jajajajaja! Y criaturas marinas! 🙂 Lo hice para ti, está bastante claro.
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Mis queridos niños!!!!! vuestra aventura esta siendo maravillosa. deduzco k algun contratiempo, los paisajes idilicos . ahora bien procurar cuidaros lo masimo. un abrazo…..pepe yloli
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