Freddie Mercury no solo ha pasado a la historia por su talento como artista, sino también por las legendarias y salvajes fiestas que organizaba. A saber: camareros desnudos que servían ostras y caviar, magos que realizaban trucos inverosímiles, encantadores de serpientes, contorsionistas enjaulados, esclavos sexuales, guerreros zúlues o peleas de modelos en bañeras llenas de hígado crudo. Y es que, como sostenía el carismático líder de Queen, »ser humano es un estado que requiere un poco de anestesia».
Cada vez que vengo a Budapest me cuesta creer que pudiese haber esperado 28 años de mi vida para poder descubrirla. La capital de Hungría es un caramelo para los fanáticos de un placer tan saludable como atemporal: ir de bares. Aunque no siempre ha sido así. Su historia es larga y está llena de conflictos, hasta llegar a la disolución definitiva de la Unión Soviética. Con la caída del telón de acero se dio portazo al régimen totalitario y a los símbolos representativos de toda una época, como aquella enorme estatua de Lenin en el centro de la ciudad, sobre la cual una pintada advertía: ‘Borra esa sonrisita Lenin, esto tampoco durará siempre, ni los 150 años de ocupación otomana bastaron para convertirnos en turcos».
A pesar de los estragos de las guerras, los húngaros han reconstruido laboriosamente su ciudad y ésta ha recuperado todo su esplendor. Incluso los edificios en mal estado del barrio judío constituyen algunos de los mejores refugios de Budapest: los ruin bars. Diversas edificaciones abandonadas de la era soviética, patios abiertos o naves industriales se reinventan en Budapest de la manera más ingeniosa, combinando arte ecléctico y muebles de mercadillo, que con el tiempo se han ido transformado en centros culturales, espacios gastronómicos y templos de la cerveza.

El Szimpla Kert es el más antiguo, y también el bar de mis sueños. En la entrada, hay un señor de barba gris con sombrero de copa y traje de época que te saluda en un correctísimo húngaro. Una vez dentro, es más oscuro de lo que cabe esperar. De sus paredes cuelgan patinetes, bicicletas y obras de arte inclasificables. Suena música clásica, hay bailarinas, cerveza artesanal, maniquíes vestidos de hombres lobo, un proyector de cine, bañeras antiguas convertidas en bancos, una docena de habitaciones diferentes y tiene un viejo Trabant en el jardín. La razón de ser de estos bares es precisamente aquella que les impide existir en otros lugares: ni por asomo cumplirían con unos estándares mínimos de seguridad. Sus muros de ladrillo, ocultos bajo los graffitis, parecen estar constantemente a punto de desmoronarse.
Tengo una relación tensa con el Palinka, un brandy de frutas tan tradicional por estos lares como el mismísimo Danubio. En la aclamada biografía ‘Open’, André Agassi, relata una anécdota sobre un partido que estaba perdiendo de manera estrepitosa. Iba dos sets abajo y casi sin posibilidad de remontada. Durante un descanso, se puso a pensar en cómo iba a abandonar la pista, porque no quería salir de ella humillado de tal manera. Así que pensó, «gano un punto más y me voy». Volvió a la pista y lo logró. Entonces pensó, »quizá pueda ganar otro», y lo hizo. Y así unas cuantas veces más, hasta que consiguió remontar. Mientras me servían un Palinka tras otro, también trataba de convencerme con aquella monserga de »uno más y me voy», pero contrariamente a la gesta alcanzada por Agassi, jamás logré darle la vuelta al partido. Ni siquiera en el mejor bar de Budapest.

Budapest es tan atractiva que resulta prácticamente irresistible. Aunque no tenéis la obligación de creerme. Id y ya me contaréis. Sospecho que os gustará lo que veáis, porque es una ciudad que parece diseñada para contagiar entusiasmo. Y nadie puede decir que no a un poco de felicidad. Ni a ser Freddie Mercury por unas horas.
Me gustó Budapest cuando la conocí hace unos años, y me encanta Queen 🙂.
Un descubrimiento vuestro blog, leeré más cosas 🙂
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Lo único malo de Budapest es que ya no queden austrohúngaros 🙂 Gracias por pasarte, Capitán.
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