Poco antes de morir, cuando ya sabía que se acercaba el final por culpa de la leucemia, la escritora Nora Ephron decidió escribir una punzante obra de teatro. Algo inesperado porque ella era conocida por los melosos guiones de ‘Cuando Harry encontró a Sally’, ‘Algo para recordar’ y ‘Tienes un e-mail’, además de escribir divertidas e irónicas columnas para el New Yorker. Entonces, ¿por qué escribir una obra condensando toda esa corrosiva angustia?
Es difícil saberlo, pero creo que cuando pienso en nuestro viaje a China, podríamos llegar a una respuesta.
De la misma forma que Ephron disponía todos los datos para escribir sobre su muerte, yo también tengo todos los datos sobre aquella odisea. Nuestro cuento chino duró, exactamente, un mes. Uno muy frío, para ser precisos. Excepto algún autobús, nos movimos en tren la mayor parte del tiempo. Y aunque casi nadie hablaba inglés (ni media palabra), desde luego estuvimos muy cerca de hacernos entender gracias a las ventajas que ofrece la tecnología.
Aunque tengo un problema: mantengo ciertos prejuicios contra el mencionado país, que no me resulta muy simpático (en parte a causa de nuestro fugaz paso por su territorio y en parte por mis impresiones en aquel entonces). Así que es difícil que sea objetivo. Resulta complicado hablar de bien de algo cuando piensas que ese algo no merece la pena. Porque el denominador común en China suele ser una contaminación tan evidente que apenas permite ver la luz del sol; una nación que en un corto espacio de tiempo ha tenido una revolución industrial tan exagerada que los protocolos medioambientales, simplemente, no existen. Buscar sensatez en ese sentido es como buscar profundidad artística en un libro para colorear.
Puede, no obstante, que simplemente esté resentido. A lo mejor, de forma no consciente, desearía volver allí de nuevo, aunque sinceramente, no lo creo. No, en serio, claro que me hubiera gustado que las cosas hubiesen sido de otra manera, pero lo cierto es que he pasado página. Y me reconforta el haber podido conocer parte de su inabarcable territorio, porque no todo estuvo mal, así como de haber tenido la suerte de poner los pies en lugares históricos, pero ya fue.
Vale, entonces el problema es que tengo miedo a profundizar, como exige cualquier texto, hasta alcanzar la verdad. ¿Y cuál es esa verdad? ¿Qué recordar aquel viaje ahonda en mi sentimiento de tristeza porque pone de relieve la distancia entre mi vida anterior, cuando pensaba que solamente dar la vuelta al mundo me llenaba, y la actual, mucho más común?
Sobre eso sí que puedo escribir, pero tampoco sería la verdad. La verdad es que me causa hartazgo ese país (ojo, no su gente) y su modelo de civilización, un cóctel con lo peor del comunismo y del capitalismo. Mis neuronas dedicadas a Preocuparme sobre lo que pasa en China se ocupan de otras tareas desde hace tiempo.
Me pregunto si Ephron sentía lo mismo. No sobre China claro, sino sobre su propia muerte. Me pregunto si sentía que ya le había dado demasiadas vueltas a su mortalidad y si simplemente estaba agotada y por eso decidió escribir una obra de teatro.
Pero, ¿por qué perder el tiempo escribiendo sobre el país más grande del mundo si no me importa nada en absoluto?
Pues porque no siempre hay que hablar de las cosas que nos gustan; porque tengo la corazonada de que tiene que haber alguien más como nosotros ahí fuera; alguien a quién le moleste que TODO se comercialice (hemos pagado tarifas de admisión por entrar en algunos pueblos o por subir a una montaña); alguien a quien el estómago se le cerrase cada vez que llegaba la hora de comer; alguien que no comprenda por qué en los autobuses hay cubos en los pasillos para que los pasajeros escupan continuamente; o alguien que haya tenido la sensación de que si algo podía ir mal, iría incluso peor.
Y además, porque tampoco sabría ni por dónde empezar a escribir una obra de teatro.