En China tienen una expresión para ese momento en que alargas la hora de irte a dormir, cuando disfrutas de esa satisfacción que supone dejar por fin de lado tus obligaciones; saborear la calma que brinda la noche, aunque sea a cambio de robar horas de sueño. Porque dormir no es una opción; dormir significa entrar ya en el día siguiente. Lo llaman ‘Bàofùxìng áoyè’. El valle de Viñales en Cuba es un destino tan lento y relajado que uno puede pasar días enteros sin esa necesidad de vivir de noche.
La Habana vuelve a la vida cuando nos vamos. Pasamos por la famosa cornisa de la ciudad, el Malecón, y por el barrio del Vedado y sus amplias avenidas ajardinadas. Al cabo de un rato, el campo nos envuelve; viajando en un viejo almendrón, la sensación de libertad es abrumadora, aunque los cubanos piensen que sus carreteras son peores de lo que son. Es cierto que hay que acostumbrarse a compartir el asfalto con carros tirados por caballos, ganado o camiones llenos de pasajeros rebotando. Y tienes que gestionar esto mientras atraviesas algunos baches. Pero durante las horas de luz, ni tan mal.


Viñales es un pueblo de postal. Todas las casas son de color pastel, con porche y mecedora. Dan ganas de comprar un banjo y masticar tomaco; es muy fácil abstraerse del ritmo frenético de la vida moderna en un lugar donde las puertas se dejan abiertas de par en par, ya que todo el mundo se conoce. Se puede contratar a un guía e ir de excursión a pie, a caballo o en bicicleta, dando un paseo a través de los característicos mogotes (formaciones rocosas) de la región. También puedes hacer un trekking a la cueva de la vaca o visitar una plantación de tabaco cubano que, según dicen, es el mejor del mundo.
Pero en el valle de Viñales se impone el descanso. Todos quieren atrapar el horizonte, explorar sus límites. Aunque para mí, siempre es un buen momento para acomodarme en la mecedora con un mojito en la mano y relajarme con el son cubano procedente de las tabernas del pueblo. Por más noches que me lo prometo, me cuesta salir de ese bucle.



Sin embargo, creo que hay una serie de viajeros que consiguen hacer todo lo que planeaban la noche anterior. Encuentran las ganas y encuentran el tiempo. Un amigo me comentaba hace unos días que su ex hacía cualquier escapada de fin de semana con una lista de actividades que había que hacer sí o sí. »Como nos dejásemos alguna, mal asunto», confiesa. Creo que ella debe ser de esas personas que tienen no menos de 20 post-its en la pantalla del ordenador, y otros tantos en la puerta de la nevera. Asustan un poco, pero he aprendido a entenderlos.
Porque a menudo la vida no se entiende sin el gesto de tirar la toalla, aprovechando que no se planifica nada, pero también de que hay personas que dejan constancia por escrito de todo aquello que van a hacer ineludiblemente. Yo les llamo personas de acción; son todo lo que nunca he sido, ni soy, y ya no hay remedio.


Recuerdo épocas pasadas, cuando incluso salía de casa sin mayor propósito que ver qué había por ahí. Ahora, nos hemos hecho a la idea de que no podemos perder el tiempo. No sé si es más ingenuo eso o el salir de casa por salir, pero estando abierto a cualquier posibilidad inesperada. A veces, puedes sentir que el mundo se divide entre quienes planifican y quienes improvisan continuamente.
Ojalá de día la actitud de las personas de acción, infatigables, y de noche el espacio necesario para la tranquilidad en nuestro refugio. La vida que soñamos, el viaje que nos merecemos.