En el siglo XX uno se asomaba a Berlín como quien se asoma al abismo de Helm. Afortunadamente, esos días ya son historia, aunque aquellos tiempos convulsos dieron como resultado una contracultura como ninguna otra en Europa, lo que convirtió a Berlín en una ciudad donde lo peculiar, extraño e inusual se ve como parte del paisaje urbano.
Lo que no es tan extraño es que en la panadería que tenemos al lado de casa reconozcan a Ángela por ser esa clienta que no quiere un cruasán cualquiera. Tiene que ser el más grande. No soporta que los hagan ligeramente diferentes. «Si los hicieran todos iguales, adiós problema», se defiende. En cambio, yo soy de los que valoran que sean distintos, porque me imagino a una persona detrás dándoles forma, en lugar de una fría máquina de cocina industrial que hace las cosas demasiado perfectas. Y a mí los alimentos, cuando son exactamente iguales, me inquietan.

Puede que Berlín no sea tradicionalmente la ciudad más bonita de Europa, como podrían serlo Praga, Venecia o Roma, ni que tampoco esté tan idealizada como París, pero la visibilidad de su turbulenta historia es única, llena de capas de arqueología urbana al descubierto; Además, la transformación de espacios ruinosos en parques y zonas de recreo habla de la resilencia de esta ciudad de posguerra y división. Pero incluso cuando el bombo publicitario de la última década la ha convertido en un imán para los turistas, Berlín sigue siendo un lugar para el libertinaje.
Justo al lado de Warschauer Strasse S-Bahn, alejándose del Spree y hacia la parte posterior de las vías del tren, perdido en un laberinto de almacenes, mis amigos y yo encontramos por recomendación Neue Heimat: en parte comida callejera, en parte bar de cócteles, en parte biergarten en un antiguo ferrocarril, con artistas que interpretan música en vivo y un mercado emergente todos los miércoles. Eso es esencialmente Berlín; una gran ciudad con enormes posibilidades, propicia para entender quién eres y qué quieres, porque puedes ser todo y nadie te juzga por ello, lo cual aplaudo.
Porque viajando por ahí a menudo he pensado que las ciudades son cada vez más homogéneas, como pretendiendo adaptarse al visitante, y no al revés. Me pregunto cuando caerán en la cuenta de que lo autóctono es mucho más atractivo para el turista que deducir que todos venimos desde tan lejos para hacer exactamente las mismas cosas que hacemos en casa: la ‘Mcdonalización’ del mundo. Aunque, bien pensado, es muy posible que seamos una sociedad que no aprecia lo diferente. El hecho de vivir globalizados, de que las culturas se mezclen con mayor facilidad, y de viajar más, ha posibilitado también que lo diferente cobre otro matiz: el de sospechoso.

Esa uniformidad en las ciudades, los smartphones, la ropa que vestimos o en los propios cruasanes, me hizo pensar en Keith Richards. Lo más característico de Richards, aparte de un sistema inmunitario extraterrestre, tal vez sea su guitarra Telecaster, a la que él llama ‘Micawber’. Lleva con ella más de 50 años. Fue un regalo de su amigo Eric Clapton, y probablemente lo que le aportó el instrumento ha ido mucho más allá de lo que Richards pensó cuando sopló las velas en su 27 cumpleaños.
Tiene algo que la hace especial: solo tiene cinco cuerdas. Richards, que por aquel entonces comenzó a experimentar con la afinación abierta, al no utilizar la cuerda inferior de la guitarra, decidió quitarla y afinar su instrumento con el objetivo de que los Rolling Stones «no sonaran como todos los demás». Fruto de aquello, en palabras del propio Richards, «se limpia el revoltijo de sonido de las guitarras eléctricas y se crea un tono de fondo constante».
Así, hizo que la banda adquiriera un sonido particular y reconocible al primer acorde. Estando estos días en Berlín, me acuerdo de Richards y de su legendaria ‘Micawber’, porque no hay nada más ramplón que querer ser igual que los demás, renunciando a esas peculiaridades que nos hacen imperfectos, pero también inimitables.