Fuera de sus fronteras, París es una ilusión y la Torre Eiffel, la estrella de la cartelera. Primero, convencieron a sus habitantes de que vivir quejándose era vivir. A continuación, convencieron al resto del planeta de que el foulard era un básico de temporada. Pronto alcanzó el estatus de ciudad libertina y vanguardista. Muchos llegaron. Algunos prosperaron y otros perecieron. Pero, tanto si se ama como si se odia, París es la ciudad que todo el mundo quiere ver, una versión moderna de la Roma de Trajano.
Uno no olvida fácilmente la primera vez que escucha a Los Ramones, ni tampoco la que pisa París. Después de dejar las maletas en nuestro hotel de Montparnasse, dimos una vuelta por el barrio tratando de empaparnos de esa atmósfera. La cosa es empaparse. De vino o poesía, como dijo Baudelaire, pero empaparse. Después, al atardecer, como mandan los cánones, vimos ponerse el sol desde el Campo de Marte. La luz era perfecta, y las vistas sobre la Torre Eiffel, imponentes. En un momento dado, su silueta se mostró ante nosotros como tantas veces antes la habíamos visto en el cine.


Podría haber sido un día perfecto (de hecho, suena como un día perfecto), pero lo cierto es que me dio absolutamente igual. Nada de lo que había visto me alegraba. Tampoco me disgustaba. No me decían nada ni París ni la Torre Eiffel. De algún modo, la ciudad me pareció una fantasía apta para verse desde fuera, pero que perdía en las distancias cortas. Es tan bonita y esbelta como fría y distante.
Achaqué parte de mi desinterés a mi vieja teoría de que nada bueno puede suceder un lunes. ‘’Nadie es feliz un lunes, ni siquiera en París’’, pensaba. Pero, por encima de todo, mi desinterés se debía a una ruptura emocional.
La Torre Eiffel fue algo así como un segundo matrimonio precipitado. Sobre el papel tenía sentido, porque ella salía de una relación complicada y él acababa de conseguir un ascenso. Pero la primera vez que ella se casó hubo promesas, cartas de amor y paseos por el parque. Ahora están la sala de un juzgado, el mejor amigo de él para hacer de testigo y una botella de champán en una habitación de hotel conseguida con descuento.


No valdría la pena quejarse por nada de esto si el novio no fuese la ciudad más bonita del mundo. A no ser, por supuesto, que París ya no sea la ciudad más bonita del mundo. ¿Es posible que se dé ya por satisfecha? ¿Podría ser que hayan quedado atrás los tiempos de gloria? ¿Quizá estoy exagerando un poco? Desconocemos la respuesta a las dos primeras preguntas, pero sí sabemos la de la última, que es: sí, lo hago a menudo. Pero París sigue siendo París, una ciudad idealizada como ninguna otra en el mundo.
No obstante, deberíamos recordar que las cosas no permanecen inalterables durante mucho tiempo, ni son como esperamos que sean. Es probable que París todavía no esté en decadencia, pero en lo que a mí respecta, su película, como el grueso del cine francés, ha dejado menos dinero en taquilla de lo que pensaba.
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