Si estuviese leyendo este blog en vez de haberlo escrito, creo que me costaría encontrar algo de empatía por alguien quejándose en nuestra situación. Es posible que nos imaginéis viviendo un conjunto de etapas del todo idílicas, pero viajar alrededor del planeta también tiene una cara amarga. Vivir continuamente en el alambre no es lo más divertido del mundo (puede que exagere, a veces me dejo llevar por el calor de los tópicos) aunque, en esta ocasión, las cosas se pusieron algo más complicadas de lo habitual. Soy consciente de que cierto nivel de ansiedad es contraproducente pero, en África, es fácil reincidir. Y ahora mismo, cuando acabamos de completar un safari en Liwonde, estoy convencido de ello.
Los últimos días en Monkey Bay, Ángela comenzó a encontrarse mal. Falta de apetito, malestar, náuseas… Nada por lo que perder el sueño en Europa, pero motivos para la preocupación en una zona con riesgo de malaria. (Nota mental: evitar estos lugares en futuros proyectos de dominar el mundo puede ahorrarnos muchos dolores de cabeza). Nuestra hoja de ruta nos llevaba ahora hacia Liwonde y acordamos que, una vez en la ciudad, si las cosas seguían igual, buscaríamos ayuda médica de inmediato. Nada más llegar, supe que aquel lugar y nosotros no nos llevaríamos bien.



Para empezar, hace calor. Un calor insoportable. De ese que hace en Barcelona muy de cuando en cuando, pero del que sabemos que es mejor que no te pille sin aire acondicionado cerca. En un día nublado de invierno, como el de hoy, alcanzamos los treinta y dos grados (Agosto es pleno invierno aquí, por si alguien se ha despistado). Por más que lo intento, no logro imaginar qué fue lo que llevó a los fundadores de la ciudad a parar aquí y pensar »¡Joder, qué calor! Aunque bueno, tampoco se está tan mal. Deberíamos quedarnos». A lo mejor llegaron en Diciembre, pero en su primer Julio, analizando los pros y las contras, podrían haber entendido que un par de cabañas abandonadas en medio de ninguna parte eran una pérdida del todo asumible.
Siguiente cuestión: la gente en Malawi es encantadora. Aquí, no. Tampoco pedimos un desfile de elefantes y trompetistas persas a nuestro paso, pero alguna sonrisa ocasional no estaría de más. Por último, y no menos importante: este lugar inspira desconfianza. Dos tipos nos siguieron hasta el hotel nada más bajarnos del autobús. Uno de ellos incluso llegó hasta nuestra habitación. De primeras, lo confundimos con el dueño, aunque rápidamente caímos en la cuenta de que, por su aliento, no estaba por la labor de gestionar nada. No me gusta ponerme melodramático, pero creemos tener razones suficientes para pensar que las posibilidades de ser secuestrados son mucho más altas en Liwonde que en la antigua Unión Soviética.
Tras el incidente, nos presentamos en la única clínica privada de toda la ciudad. Los malos pronósticos se habían confirmado: Ángela tenía malaria.
ADVERTENCIA: las cosas se van a poner algo feas por aquí. Si lo crees conveniente, puedes centrar tu atención en anteriores entradas, sin duda más agradables.
El doctor decidió que era una buena idea suministrar a una persona con frecuentes náuseas la nada despreciable cantidad de 16 pastillas diarias. El diagnóstico no destilaba la seguridad que uno espera de quien tiene en sus manos tu futuro como ser humano, pero decidimos confiar en él. El primer día fue bastante duro. Mi recuerdo es el de un montón de píldoras tras las cuales lo único que le apetecía a Ángela era seguir vomitando o, en el mejor de los casos, dormir unas cuantas horas.
Entre los efectos adversos de toda aquella química estaba el estreñimiento (en serio, aún estás a tiempo de retirarte) aunque, por el contrario, toda aquella química provocaba indirectamente en mí una fluida y constante diarrea. Entre eso y los vómitos, el cuarto de baño del hotel más asqueroso de Liwonde se estaba convirtiendo en el cuarto de baño más asqueroso del país. ¿He mencionado ya que además no teníamos agua corriente?
A la mañana siguiente, de vuelta en la clínica, el doctor nos explicó que lo mejor era que siguiéramos adelante con el tratamiento, a pesar de las náuseas y los posibles contratiempos. Mi uso de la primera persona del plural se debe a que ambos estábamos muy involucrados en toda aquella historia. Quizá demasiado involucrados, al menos desde el punto de vista de la cordura: Ángela no entendía ni lo que decía ni lo que escribía aquel médico. Y decir que yo comenzaba a volverme loco sería quedarse corto. Las paredes de aquel tugurio iban a caerse sobre mí de un momento a otro.


Al menos no todo había sido una completa pérdida de tiempo. Con tanto paseo desde el alojamiento hasta la clínica, comenzábamos a lucir un bronceado interesante. Además, la tranquilidad con la que Ángela asumía su enfermedad, cercana al post punk, ayudaba a controlar mi ánimo. De repente, la vida, que tantas y tantas veces habíamos puesto en manos del azar desde que comenzamos el viaje, volvía a tener valor.
Para Ángela, degustar un sorbete de sales minerales no era la mejor manera de comenzar el día. (Estoy convencido de que hay alguien en la industria farmacéutica encargado de mejorar su sabor pero, desde estas líneas, querría aconsejarle que hacerlo ridículamente dulce no hace otra cosa que empeorar los resultados). Aunque, esta vez, había tomado casi todas las pastillas sin vomitar. Nos quedaban tres días por delante y, concluida la paliza formal a su estómago, nos fuimos a hacer lo que habíamos previsto en un principio: visitar el Liwonde Safari Camp.
Y, ¿por qué nos largamos? Bueno, por un lado estaba la posibilidad de hacer un safari con poca gente y en un entorno tranquilo, algo que nos distraería y que ambos agradeceríamos enormemente. En el otro lado de la balanza estaba aquel lugar, Liwonde, que no tiene ningún interés. La descripción de la ciudad suele incluir frases como »alejado de la mano de Dios» o adjetivos calificativos del tipo »lúgubre» o »polvorienta». Lo normal, cuando preguntas, es que la gente cambie de tema: »Y… ¿Qué tal Liwonde?» »Eh… Sí, creo que en Malawi hace mucho calor». En fin, nos íbamos durante unos días de allí, mientras seguíamos el tratamiento.




Subimos a un coche que parecía uno de esos que aparecen en las películas ambientadas en la guerra de Vietnam, y nos acomodamos en la parte trasera del vehículo con destino al lodge (en los asientos delanteros había dos tipos cuya identidad, por motivos que desconozco, se mantuvo en secreto). Superados por los acontecimientos y un poco desorientados por la falta de sueño, el lugar resultó ser todo lo que queríamos: un oasis de tranquilidad en mitad del desconcierto. Con seguridad, uno de los mejores lugares donde nos hemos alojado en todas nuestras aventuras africanas.
Pero resultaba evidente que, dada nuestra situación, algo malo tenía que pasar: los gerentes de nuestro alojamiento vivían en una realidad paralela al resto del país, a juzgar por la cantidad de billetes exigida para abonar cualquier plato del menú. Resultado: por si no tenía poco con estar convaleciente, Ángela tuvo que tragarse mis innovadores experimentos culinarios durante cuatro días. (Moraleja: la papaya no cura la malaria).
Después de nuestra estancia en el Liwonde Safari Camp, volvimos a la clínica. Esta vez, el veredicto fue favorable. Nos íbamos a Mozambique.
4 comentarios en “Un safari en Liwonde”