Mi primera cita con Ángela llegó después de unas cuantas semanas de absoluta naturalidad: sonrisas a media mañana, alguna mirada por el retrovisor y confidencias después de medianoche en la zona vieja de Pontevedra. Hasta que un día, preguntó alegremente: »¿Quedamos para ir mañana a la playa?» Tardé medio segundo en decir que sí porque en Galicia, si te citan en una playa, no existe el beneficio de la duda.
Esa noche, antes de la cita, comencé a imaginarme todos los escenarios posibles, y decidí idear planes adecuados para todos ellos. Pensaba en la hora a la que quedaríamos, en que diría yo al llegar, en las cosas que podría decir ella e incluso en temas de conversación recurrentes por si ambos nos quedábamos mudos. ¿Te gusta la comida mejicana? ¿Qué planes tienes para el verano? ¿Alguna vez has imaginado cómo sería tu funeral?
Y todo porque quería que las cosas saliesen bien. Era mi ocasión, y no quería desperdiciarla. Afortunadamente, en el último momento, tomé la -temeraria- decisión de ser yo mismo.



Nuestro viaje alrededor del mundo está llegando a su recta final. Nos quedan pocos días para dejar América definitivamente y continuar rumbo al sur de África. Nunca antes habíamos viajado a este continente por nuestra cuenta, de modo que hay cuestiones que surgen inevitablemente mientras ultimamos los preparativos. Podríamos enfermar. Podría ser que tuviésemos que ingresar en un hospital. Los médicos podrían no hablar nuestro idioma. Podríamos no saber cómo explicarles que nos pasa. Podríamos tener un accidente. Podrían robarnos, en un descuido. O peor aún, podrían hacerlo de forma violenta, de noche, después de cenar. ¡Podrían pasar tantas cosas!
Dudas que tienen que ver principalmente con el miedo. Porque todos tenemos miedo a lo desconocido. Nos da miedo viajar solos porque no nos sentimos cómodos fuera de nuestro entorno. Nos asusta el ser humano que vive dentro de un marco cultural diferente, con hábitos y costumbres opuestas, amparados por una religión y un idioma desconocido para nosotros. Además, si ya tenemos tendencia a los prejuicios dentro de un mismo país, fuera de él, se multiplican.
África siempre ha infundido temor. Durante siglos, fue inaccesible debido a las condiciones climáticas extremas, las enfermedades tropicales o la falta de infraestructuras fiables. África significa cientos de situaciones de lo más diversas y complejas. Alguien como mi madre dirá: »¿África? Problemas». Y otro dirá: »¿África? ¡Hakuna Matata!» (No hay problema, en Suajili). Ambos tendrían razón. En un clima continuo de inestabilidad, todo depende del lugar y el momento.





Los medios de comunicación tampoco ayudan. Ver el telediario un día cualquiera deprime. Las buenas noticias escasean porque las buenas noticias no atraen a la audiencia. Pero sí aquellas noticias cuya vistosidad no surge de forma espontánea, sino que responde a la demanda de un público que se manifiesta a través del mando a distancia o a base de clics. Aviso a navegantes: cuando las noticias se convierten en mercancía, conviene tenerlo presente para poder masticarlas apropiadamente.
Tenemos tantos estímulos y tan poco tiempo que, para atraer lectores, están prohibidos los episodios racionales. Es el momento para las citas descabelladas, los titulares disparatados, los resúmenes apresurados. ¡Corea del Norte tiene armamento nuclear! Se acerca la tercera guerra mundial. ¡Los refugiados llegan a Europa! Nuestra economía empeorará. ¡El virus Zika llega a Brasil! Vamos a morir todos. Hemos perdido la paciencia para enterarnos adecuadamente de las cosas por culpa de una sobredosis de información. Y, aunque es posible que tenga su parte positiva, porque nos enteramos de muchas más cosas que ocurren en el mundo, no puedo dejar de pensar que, por el camino, perdemos tolerancia, sensibilidad y la comprensión de que somos criaturas complejas, tanto como las historias que nos rodean.
Las frases apocalípticas en los medios únicamente buscan captar tu atención. Pero en realidad, las cosas no están tan mal como puede parecer: ni para ti, ni para mí, ni tampoco para cualquiera que cargue una mochila con algo de ropa para ver el mundo con sus propios ojos.




Por suerte, un viaje suele ser tan bonito e inesperado como lo que pasó después de mi primera cita con Ángela. Dimos un paseo por Silgar, compartimos un helado de chocolate y escuchamos clásicos de los ’60 hasta que amaneció. Sorprendentemente, ella quiso volver a saber de mi. Y, aunque en un principio lo achaqué a que dejé de lado el tema de la muerte, con el tiempo supe que se debió a cosas tan gratificantes como la improvisación, la soltura y la falta de miedo.
De modo que, sencillamente, si aquella tarde me hubiese dejado llevar por los nervios y la desconfianza, mi historia habría sido un completo fracaso. Y creo que algo parecido a lo que ocurre con las primeras citas ocurre en los momentos previos a cualquier gran viaje. Hacerte demasiadas preguntas y dejarte guiar por tus miedos suele acabar en una larga noche de domingo con todo el helado para ti solo.
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