Si eres un lector habitual de este blog, sospecharás que no me entusiasmo demasiado ante la idea de subir a un avión. Esto es debido a que durante el último año he recorrido más de 45.000 kilómetros de este modo. Esperar que me entusiasme volar en avión es como esperar que a un oftalmólogo jubilado le entusiasme ver una operación de cataratas. Es posible que esto te resulte irritante, y que pienses que debería emocionarme un poco más el asunto sobre el cual estoy escribiendo. Pero también es posible que veas mi repulsa hacia la vida a 10.000 metros de altura desde la misma óptica constructiva que yo. Como puedo controlar mi entusiasmo, debes saber que cuando lo estoy, es por una razón de peso. Como ahora mismo, cuando estoy viendo África a vista de pájaro, camino de Livingstone.
Zambia, desde el aire, no se parece a nada que haya visto antes. Es un manto verde inmenso que se extiende hasta donde alcanza la vista. En todo el paisaje, no hay anomalías. Ríos, cordilleras, precipicios, embalses… Nada de eso. Apenas se distinguen caminos, poblados, vehículos, luces. No hay indicios de vida humana. »¿Dónde está la gente?» pregunto al pasajero de mi izquierda. Mientras sonríe, dice »Están ahí abajo, pero hay que ser habitante de esas aldeas para orientarse por este terreno. Este no es un país como los demás. Aquí, el ser humano tiene que adaptarse a la vida animal, nunca al contrario».
Las estaciones de autobuses, en general, suelen ser lugares bastante turbios. La estación central de Lusaka, a las cinco de la mañana, lo es particularmente. No nos gustaba especialmente la idea de tener que aparecer por allí en taxi, por aquello de las primeras impresiones (¡mirad, dos blancos millonarios acomodados en un coche privado!) pero, dado que nuestro alojamiento estaba a más de ocho kilómetros de la terminal, no tuvimos opción.
A nuestra llegada todo está bastante oscuro. La única iluminación existente proviene de un par de tenderetes que ofrecen café caliente y de las luces de algunos autobuses, pero no lo suficientemente oscuro para que, cuando todavía ni hemos salido del vehículo, haya diez personas agolpadas en cada puerta esperando impacientes a que bajemos.
Es muy temprano para ser diplomático, de modo que le damos dos dólares a alguien para que nos guarde el equipaje en el autobús y nos deje en paz. »No perdáis las mochilas de vista hasta que el autobús se ponga en marcha» advierte el taxista. »Bueno, ya están guardadas en el maletero», contesto. A lo cual replica, repitiendo »No perdáis las mochilas de vista hasta que el autobús se ponga en marcha» aunque noto que con la mirada me está diciendo »¿Tú eres idiota, no?».
Nos subimos al autobús y ocupamos nuestro asiento en la parte trasera. En ese momento se produce una colisión entre dos mundos. Llamamos tanto la atención -somos los únicos pasajeros que parecemos tener problemas para producir melanina- que no podemos hacer ni el más mínimo gesto sin que sea todo un acontecimiento. Nos vamos a Livingstone.



El niño que se sienta junto a Ángela, la mira fijamente, con la boca abierta y los ojos fuera de órbita, por espacio de dos horas, ininterrumpidamente. La gente se muestra amigable, dispuesta a tener siempre una conversación, por mínima que sea. En los altavoces suena música Gospel todo el tiempo. No uno cualquiera, sino de esa clase de Gospel que entran ganas de levantarse, aplaudir y hacerse creyente. Desde mi asiento, viendo la carretera, comprendí lo que había visto desde el aire. Una única carretera asfaltada conecta la capital con el oeste del país, y numerosos caminos de tierra, cubiertos por la espesura de los árboles e imperceptibles en la lejanía, conducen a multitud de minúsculos poblados. África es, a través de la ventana, como siempre habíamos imaginado. Nos colgamos allí mismo por ella.
A nuestra llegada, enseguida notamos que estamos en otra dimensión. En una ciudad europea, la gente que se ve en la calle, por lo general, se dirige hacia un lugar concreto: el trabajo, la farmacia, un bar. Las multitudes tienen un sentido, un motivo, una velocidad. A menudo, todas ellas con un denominador común: la prisa. En Livingstone, prácticamente nadie se comporta de ese modo. La gran mayoría no va a ninguna parte.
La gente se suele amotinar a la sombra, sea esta en la puerta del supermercado, en una panadería o debajo de un árbol. Pero no hacen nada más que ver lo que pasa alrededor. Todo aquello que no sea el vuelo de una mosca, acapara enseguida una multitud curiosa. Si lo que pasa somos nosotros, seres blancos venidos de otro planeta, ese capricho tan extraño de la naturaleza, no dejan de mirarnos con curiosidad hasta que nos pierden de vista.
Dejándonos llevar, y escoltados por un grupo de niñas que salían del colegio, llegamos a un mercado situado en las afueras de la ciudad. Nuestro primer mercado africano. La primera impresión es que la gente se viste de manera muy elegante para venir aquí. Los hombres, de traje, Los niños, de uniforme. Las mujeres, con unos peinados imposibles. Los colores neutros en las ropas están terminantemente prohibidos. Además de venir a comprar, el mercado parece un rincón de encuentro social. El lugar, una plaza con el suelo empedrado y arenoso donde, bajo un sol inhumano, se agolpan multitud de puestos de venta ambulante, aunque todos ellos, a decir verdad, de escaso atractivo.
Tenemos el espacio tan limitado en las mochilas, que no podemos permitirnos el lujo de llenarlo con cosas de recuerdo. En La India nos dolía en el alma, porque queríamos comprarlo todo. En el sudeste de Asia sí compramos, por necesidad, ropa de montaña. Aquí, por lo visto hasta ahora, irnos con las manos vacías no nos quitará el sueño. Nada llama nuestra atención, nada tienta ni despierta curiosidad. Tan solo una multitud de baratijas, amontonadas en un espacio reducido, ordenadas por colores o utilidad. Chanclas rojas, verdes, amarillas y azules. Todas iguales. Una pila de camisetas blancas y negras, idénticas, sin estampados.
Por otro lado, cubos, fregonas y cosas de casa. Muy cerca, cosméticos y pelucas. Busco alguna de estilo afro, una debilidad personal, pero aquí la gente no las necesita. Más allá, montañas de sacos de arroz y harina. Atravesamos un camino estrecho y polvoriento para llegar a otra plaza, con puestos de comida. La gran mayoría, de pescado ahumado y pollo frito. Siempre que comemos en lugares así, me imagino a mi madre, mirándome y preguntándose, »¿Qué fue lo que hice mal?».



Os confesaré algo. Hemos venido a Livingstone a ver las Cataratas Victoria. Por lo general, cuando organizamos un viaje, creemos que marcarse ciertos lugares que no puedes perderte es algo conveniente. Saber donde están y cómo llegar hasta ellos. Pero, si algo nos llevamos de todos estos meses de aventura, es lo siguiente: para nosotros suele ser mucho más reconfortante lo que hay entre medias, que el lugar en sí mismo.
Imponerte una meta, y ver únicamente aquello que no te puedes perder, te convierte en un crupier mediocre: tan solo prestas atención a las cartas que hay sobre la mesa, y no a lo que ocurre alrededor de ella. Y ocurre que, lo que está más allá, lo que se sale de los itinerarios habituales, puede resultar muchísimo más interesante. Después de todo, entrar en un mundo ajeno significa adentrarte en lo desconocido, y lo desconocido puede esconder tesoros inimaginables.
Seguimos en el aire.
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